
La administración Varela, logró la consolidación de la corrupción vía mecanismo de "descentralización municipal". En 2015 la profesora Yadira Pino declaró a los medios "La corrupción que se ha dado por muchas décadas en la alta jerarquía de los gobiernos, ahora la quieren bajar a los municipios en mayor grado y escala"(Ver), al ser consultada por el proyecto de ley de descentralización.
Corría el 6 de agosto de 2015, en el centro de convenciones CooPeVe, en Santiago de Veraguas, el diputado del PRD Javier Ortega —popularmente conocido como “Patacón”— subió al escenario rodeado de funcionarios, alcaldes y representantes para exaltar las virtudes del proyecto de Descentralización que impulsaba, a marchas forzadas, el gobierno panameñista de Juan Carlos Varela con respaldo de algunos diputados del PRD y CD.
Ortega, con tono encendido y gestos de urgencia, proclamó ante el auditorio que “la descentralización tiene muchos enemigos” y que eran ellos, los funcionarios del sistema político, quienes tenían que salir a defenderla. Fue, según relataron testigos presentes, casi una arenga de barricada, más que una exposición técnica.
Pero lo más revelador de aquella tarde no fueron solo sus argumentos formales. Ante las críticas que señalaban que descentralizar sin reformar el sistema político sería, en el fondo, descentralizar la corrupción, Ortega defendió la estructura vigente culpando a la ciudadanía: “El problema —dijo— es que en este país la gente es la que pide, y por culpa de la gente nosotros tenemos que andar regalando y dando cosas”. La frase, dicha con franqueza brutal, condensó la lógica clientelista que había sostenido a la clase política panameña durante décadas.
Cuando se le recordó que experimentos previos, como la descentralización de la gestión de la basura en los noventa, terminaron en privatizaciones fallidas y en la ruina política de quienes las impulsaron, Ortega redobló su apuesta: insistió que esta vez era diferente y que Panamá no podía seguir, según él, como uno de los pocos países junto a Haití que no habían aplicado descentralización. Fue corregido públicamente por asistentes que conocían la diversidad de sistemas políticos en América Latina, pero Ortega mantuvo su postura.
Su momento más polémico llegó cuando sentenció que la descentralización en Panamá era “la ley y el proceso del siglo” y que gracias a ella “no se necesita constituyente originaria”. Con esas palabras, Ortega expuso de manera transparente la intención de blindar el régimen presidencialista y la partidocracia frente a la creciente demanda ciudadana de una reforma profunda.
El ambiente se tornó tenso. Las refutaciones desde el público —principalmente de la profesora Yadira Pino— encendieron aún más el temperamento del diputado. Al terminar las intervenciones, Ortega se acercó a la mesa de los docentes y explotó:
“La educación en este país es un fracaso por culpa de ustedes, los educadores, y sus huelgas… Tú eres una basura, eres una porquería, son unos fracasados”.
Lo tuvieron que llevar casi a la fuerza, todavía repitiendo que él sí era exitoso por ser diputado y que los educadores eran “una basura”.
Funcionarios presentes se disculparon por la conducta del diputado, pero sus palabras y su agresividad quedaron como testimonio de algo más profundo: que la descentralización, tal como la promovía Ortega, no era realmente un proyecto para redistribuir poder de decisión sobre políticas públicsa, sino para reforzar el control del régimen político pos invasión sobre nuevos espacios y lograr re encaucharse, unos años más.
Visto desde 2025, aquel episodio se convirtió en una postal casi profética de la crisis de legitimidad que terminaría por hundir la credibilidad de la clase política panameña: un diputado defendiendo la “ley del siglo” mientras despreciaba a los educadores, culpaba al pueblo por el clientelismo y rechazaba la idea de una constituyente que democratizara el país.
Así habló entonces Javier “Patacón” Ortega, haciendo de la descentralización no un camino hacia la participación ciudadana, sino un blindaje para la vieja partidocracia que el tiempo terminó dejando en evidencia.
En palabras que hoy resuenan con inquietante vigencia, la profesora Yadira Pino denunció una falla estructural del Estado panameño: la ausencia de una planificación estratégica no es fruto del descuido, sino la consecuencia lógica de un poder político concentrado y profundamente atravesado por conflictos de interés. Bajo el discurso tecnocrático de la descentralización municipal, lo que realmente se instauró fue un modelo que dispersó las prácticas corruptas hacia lo local, institucionalizando lo que bien podría llamarse una descentralización de la corrupción.
Desde 2016 en adelante, tras la aprobación de la reforma a la Ley de Descentralización, se abrió paso una zona gris de opacidad burocrática. Más allá del discurso inicial de participación municipal, los fondos públicos comenzaron a circular sin control claro.
La palabra “paralela” no fue menor: se creó una estructura operativa que eludió los mecanismos institucionales normales, desde la contratación pública hasta el uso del presupuesto. Esta forma oscura de funcionamiento fue una señal clara de cómo el proyecto de descentralización no era sino Descentralización de la Corrupción. En otros términos, drenar recursos hacia los gobiernos locales hacia el metabolismo corrupto del régimen para reelegir sus diputados y otros puestos de elección popular, principalmente.
Investigación de la “Descentralización paralela”: ¿Justicia selectiva o blindaje partidista
Pero la historia no termina allí. La llamada “descentralización paralela” se ha convertido en uno de los escándalos político-financieros más relevantes en la reciente historia panameña no sólo por el tamaño de la lesión al patrimonio estatal sino por el uso corrupto de la justicia para su supuesta investigación. Aunque la presunta red de distribución de fondos públicos —a través de juntas comunales y municipios— para el clientelismo electoral disfrazado de inversión local fue denunciada desde al menos 2021, no fue sino hasta 2023 que tomó forma judicial tras múltiples informes periodísticos, auditorías internas y presiones sociales.
Sin embargo, lo que causa alarma en este momento no es solo el mecanismo en sí, sino la selectividad con que se están presentando las imputaciones penales. En los últimos días, el Ministerio Público reveló los nombres de los primeros acusados formales. Todos, según investigaciones preliminares, están vinculados al partido Cambio Democrático (CD).
Conociendo la fragmentación y guerras internas dentro de los principales partido del régimen, esto sería menos cuestionable si no se conociera que, según cifras de la Autoridad Nacional de Descentralización y la Contraloría General de la República, el PRD controló el 73.7% de los fondos descentralizados en 2023, equivalente a $195.9 millones de los $265.8 millones ejecutados ese año. En contraste, el CD solo recibió $36.6 millones (14%), lo cual hace que resulte estadísticamente insostenible que los únicos responsables de irregularidades graves provengan del partido con menor acceso al presupuesto.
Más aún, se conoció que cinco figuras del PRD manejaron individualmente más fondos que todo el CD en conjunto. Un caso emblemático es el de algunos representantes y alcaldes que recibieron asignaciones por encima de los $7 millones cada uno, sin licitaciones transparentes y sin fiscalización adecuada del uso de los recursos. No obstante, ninguno de ellos ha sido imputado.
Este sesgo se percibe con preocupación entre sectores de la sociedad. La justicia no puede depender del color del partido. La selectividad en los procesos penales debilita la legitimidad institucional, vulnera la igualdad ante la ley y envía un mensaje claro: la impunidad es selectiva.
La descentralización en sí no es el problema. De hecho, fue concebida para permitir que los gobiernos locales tengan mayor autonomía para resolver necesidades propias. El problema surge cuando se utiliza como vehículo de corrupción electoral y clientelismo disfrazado de inversión comunitaria, y peor aún, cuando las instituciones judiciales responden a intereses políticos más que al interés público.
Desde Ciudad de Panamá hasta los pequeños municipios de la Amazonía brasileña, el término “descentralización” ha sido invocado durante décadas como una fórmula mágica para acercar el Estado a sus ciudadanos. En teoría, se trata de un ideal democrático: transferir competencias y recursos desde los centros de poder hacia los gobiernos locales, promoviendo una gestión más eficiente, participativa y adaptada a las realidades del territorio. Pero en la práctica, como bien han advertido analistas y académicos de la región, este noble propósito ha sido sistemáticamente secuestrado por los mismos intereses que dicen combatir: la centralización del poder oligárquico que controla el Estado en todos sus órganos.
En gran parte de América Latina, la descentralización ha operó como un caballo de Troya del neoliberalismo. Bajo su aparente neutralidad técnica, ha servido para encubrir reformas estructurales regresivas: la privatización de servicios esenciales como la educación, la basura, la salud y el transporte, y la externalización de funciones municipales a contratistas privados vinculados —no pocas veces— a redes de poder político central. Lo que se presenta como empoderamiento territorial ha devenido, en muchos casos, en una redistribución de la corrupción.
Panamá no ha sido la excepción. El proceso ha consistido menos en empoderar a las comunidades que en descentralizar los negociados: transferir recursos sin controles efectivos, afianzar redes clientelares a escala local, y permitir que cacicazgos regionales se repartanel control de los negocios del Estado con las viejas élites metropolitanas. “El problema no es la autonomía municipal”, advertía un documento crítico firmado por docentes y organizaciones sociales panameñas, “sino el sistema político que estructura al Estado y protege los intereses mafiosos que lo habitan”.
En los países donde la descentralización ha fracasado, los síntomas se repiten con inquietante similitud: alcaldes convertidos en señores feudales, contrataciones opacas, y una fiscalización inoperante frente a las complejas redes de complicidad entre el poder local, los partidos y el sector privado. De fondo, lo que emerge no es un déficit técnico, sino una crisis profunda de legitimidad estatal.
El sociólogo panameño Raúl Leis fue uno de los primeros en advertir que esta fragilidad institucional tiene raíces históricas. Desde los inicios de la república en 1903 —nacida bajo el tutelaje geopolítico de Estados Unidos— Panamá ha vivido con una arquitectura estatal desequilibrada: zonas de tránsito con economías robustas frente a un interior históricamente marginado. La concentración del poder político en el Ejecutivo y en los partidos tradicionales no fue un accidente, sino parte del diseño mismo del Estado. En los años 70, otro sociólogo, Marco A. Gandásegui, lo formuló en términos más estructurales: la ausencia de “polos de desarrollo” reflejaba un modelo económico y político que deliberadamente excluía a buena parte del país.
Desde que emergió como república a principios del siglo XX, Panamá ha vivido bajo la sombra de un Estado profundamente centralizado. La concentración del poder en el Ejecutivo fue, desde sus inicios, un rasgo estructural, más que un accidente institucional. Aun después de la Constitución de 1972 —vigente en gran parte hasta hoy— que ordenaba la planificación estatal del desarrollo económico y social, lo que siguió fue un desfile de planes parciales y esfuerzos aislados, con escaso impacto real fuera de las oficinas del poder central.
Hubo un momento —breve, en los años 70— en que pareció que el país iba a tomarse en serio eso de planificar su futuro. Bajo el gobierno de Omar Torrijos, y en pleno auge del régimen militar, se creó el Ministerio de Planificación y Política Económica (MIPPE), un órgano adscrito directamente a la Presidencia. Corría el año 1973 y, por primera vez, se introducía la noción de planificación técnica en la gestión estatal. Se hablaba incluso de articular políticas económicas coordinadas, de prever, de pensar más allá del ciclo presupuestario inmediato. Pero las promesas no resistieron la prueba del tiempo. El único Plan Nacional de Desarrollo verdaderamente integral (1976–1980) se volvió una anomalía en los archivos. A partir de ahí, todo regresó al cauce habitual: planes sectoriales, presupuestos anuales improvisados y una gestión que privilegiaba la inercia sobre la estrategia.
Cuando la invasión estadounidense de 1989 barrió con la dictadura militar, el nuevo régimen no trajo consigo una refundación institucional democrática, se escogieron los presidentes con votos, pero todo lo demás siguió igual. Más bien lo contrario: los gobiernos de la era posinvasión —Guillermo Endara, Ernesto Pérez Balladares, Mireya Moscoso— mantuvieron intacta la estructura centralista. La reforma más significativa llegó en 1998, cuando la Ley 97 fusionó el Ministerio de Hacienda y Tesoro con el MIPPE, dando lugar al todopoderoso Ministerio de Economía y Finanzas (MEF). Así se extinguía el último vestigio de un ente planificador independiente.
El mensaje era claro: el presupuesto se convertiría en el nuevo centro de gravedad. Pero no uno pensado con visión estratégica, sino un instrumento reactivo, moldeado por estimaciones macroeconómicas, transferencias automáticas y una lógica de corto plazo. La planificación multianual, con enfoque sectorial y evaluación de necesidades reales, fue relegada a los márgenes del discurso técnico. Según un informe del Banco Mundial en 2006, la ausencia de una planificación adecuada por sector es una debilidad estructural del sistema panameño.
Desde entonces, la historia se ha repetido año tras año. El presupuesto se formula “a ojo”, sin una base estadística robusta ni proyecciones sólidas de demanda de servicios públicos. El Estado panameño, en términos prácticos, navega sin brújula ni cartas de navegación. El MEF continúa pilotando las finanzas nacionales, pero sin mapas de ruta. Lo técnico cede ante lo polítiquero y los conflictos de intereses de tal o cual oligarca; lo estructural ante lo coyuntural.
En medio de este panorama, la descentralización apareció como una "promesa de democratización" del poder territorial. La Ley 37 de 2009, reformada posteriormente, intentó dar un giro: otorgar competencias y recursos a los municipios, institucionalizar las transferencias fiscales, exigir planificación territorial. Se crearon marcos como los Planes Estratégicos Distritales y se estableció que las transferencias de fondos estarían condicionadas a la presentación de planes aprobados.
Pero aquí también, la realidad desmiente al papel. La descentralización operó sobre una base de planificación central débil y sin datos confiables, porque un Estado que no planifica no necesita datos, y menos estadísticas cualitativas. Muchos municipios, sin personal técnico ni capacidad instalada, han debido improvisar sus planes desde cero, con asesorías externas del propio MEF. Sin transferencias reales de poder político ni control ciudadano efectivo, la descentralización del régimen político pos invasión se transformó en otro mecanismo de redistribución del metabolismo de la corrupción del régimen, sin alterar las estructuras de desigualdad territorial que han definido al país desde el siglo pasado.
Más que un proceso de fortalecimiento institucional, la descentralización panameña parece, por ahora, un ejercicio de simulación: los municipios planifican en el papel, pero el Estado central sigue tomando las decisiones sin evidencia ni estrategia.
Un Estado depredador
Mientras tanto, las urgencias del día a día —el déficit fiscal, el gasto corriente, las protestas sociales, los litigios de inversión— ocupan todo el espacio en la agenda estatal. La planificación como ejercicio colectivo, estratégico y técnico sigue siendo un lujo que Panamá no se ha permitido. Y sin planificación, no hay Estado Nación posible, porque su deber ser, las políticas públicas, no existen, por tante omite sus funciones en el cumplimiento de los Derechos Humanos fundamentales como acceso al agua potable, derecho a un ambiente sano, a educación de calidad, entre tantos otros.
Y cuando la población los reclama, para eso existe la doctrina del enemigo interno como cultura existencial en los aparatos de seguridad del Estado, para ver a todo ciudadano reclamante, como un enemigo a ser destruido.
De esta manera, el Estado panameño se ha constituido en un Estado depredador. Un Estado centralizado, sin visión de desarrollo y con escasa participación ciudadana, que tiende a reproducir sus propias fracturas. En Panamá, esas fracturas siguen abiertas.
Hablar de descentralización sin una reforma política de fondo es poco más que una ilusión peligrosa. Sin una redistribución real del poder político, sin transparencia, sin controles ciudadanos, y sin desmontar las estructuras que permiten la ausencia de planificación estratégica basada en datos, así como la impunidad con que operan los grandes oligarcas, la descentralización no democratiza: reproduce y profundiza las desigualdades.
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